Por: Matías Deppe.
A comienzos de enero de 2026, la Prefectura de Aconcagua recibirá a su nuevo jefe: el coronel de Carabineros Manzur Abutom Costa, un oficial con 29 años de servicio y una historia que no comienza en Chile, sino en Palestina. Su carrera profesional se ha desarrollado entre turnos de guardia, jefaturas de unidad, comisarías y liderazgo territorial; pero su manera de entender la vida y el servicio público nació mucho antes, en una ciudad cercana a Belén: Beit Jala.
“Nací en esas tierras hermosas de una pequeña ciudad como es Beit Jala, siendo el mayor de cuatro hermanos y viví ahí hasta los 14 años antes de llegar a Chile”, recuerda.
Su infancia transcurrió en un entorno profundamente familiar, rodeado de abuelos, primos y tíos, en una vida de barrio que hoy parece distante. “La vida giraba en torno a los juegos en la calle, de casa en casa. Todos nos conocíamos. Fue una infancia muy sana y linda”, rememora.
Una parte esencial de esos años fue su vínculo con la Iglesia ortodoxa de San Nicolás, espacio que no sólo marcó su espiritualidad, sino también sus recuerdos más íntimos: “La iglesia quedaba incluso más cerca que la casa de mis abuelos. Pasaba gran parte de mi tiempo recorriendo sus rincones y conociendo su historia”.
Abutom no olvida sus años escolares en el Colegio Talitha Kumi, los viajes a Belén, Jerusalén y las visitas al convento donde vivían dos de sus tías monjas: “Ese lugar era inmenso. Yo lo recorría completo corriendo y jugando. Me da mucha nostalgia”, recuerda.
Sin embargo, crecer en Palestina también implicaba aprender demasiado pronto que la vida no siempre es tranquila. “Vivir en un entorno distinto a lo normal te hace estar más alerta, más consciente, más pendiente de todo lo que pasa”, reflexiona. Ese contexto, lo obligó a madurar antes de tiempo: “Te preocupas por temas que otros niños simplemente no tienen en su mundo. Eso te hace más fuerte o te obliga a serlo”.
Pese a que su ciudad era relativamente tranquila, sabía que la realidad del entorno era más dura. Aun así, hoy rescata una enseñanza que parece haber quedado grabada en su carácter: “Un entorno a veces hostil te permite ver mejor la vida. Te hace menos complejo, más realista, incluso más alegre. Aprendes a valorar lo importante y a no amargarte por tonteras”, confiesa.
En 1990, cuando tenía 14 años, su historia dio un giro definitivo. Sus padres tomaron la decisión de emigrar a Chile buscando estabilidad y una vida distinta para sus hijos. “Mi papá tomó esa decisión considerando la inestabilidad que se vivía. En ese momento yo no la compartía. Para mí fue un golpe durísimo”.
El desarraigo fue completo: idioma, amigos, cultura, familia extendida. Y, además, escasez. “Llegamos sin saber español, con poco dinero y con un trabajo que apenas alcanzaba para sostener a mi familia: cuatro hijos y dos padres que lo dieron todo”.
En este proceso, destaca una figura con profunda admiración: su madre. “Ella fue la que más se sacrificó, por lejos. No podía ayudarnos ni con las tareas, porque hablaba menos que nosotros, pero fue el pilar que nos sostuvo”, revela.
Los primeros meses asistió como oyente al Colegio Árabe, donde comenzó a dominar el idioma. Luego vendrían los liceos y colegios en Ñuñoa y Providencia. “Fue duro. Hubo lágrimas, frustración, nostalgia. Todo había quedado atrás: los abuelos, la casa, los amigos. Pero no había tiempo para caerse, había que seguir”.
Años después, en Macul, su vida volvería a cambiar de rumbo. Sus amigos eran hijos de carabineros y lo animaron a postular. “Yo tomé ese camino junto a ellos y hasta el día de hoy seguimos todos activos en Carabineros. Eso no es casualidad”. Sin embargo, para ingresar debió nacionalizarse, cumplir con cada requisito: “Entré como cualquiera. Nada fue regalado”, relata.
De la institución que lo forjó habla con un agradecimiento profundo. “Carabineros de Chile fue fundamental en mi vida. Me dio herramientas, formación y una identidad todavía más chilena”.
“He recorrido el país entero liderando equipos de norte a sur. Conocí un Chile inmenso, diverso, hermoso. Cada región tiene su carácter, su gente, su clima, y todo eso forma también a un oficial”, reconoce.
Sobre su manera de ejercer el liderazgo y la seguridad pública, reconoce que su historia personal pesa. “Siempre la experiencia de vida te ayuda a tomar mejores decisiones. Mi origen, mis padres, lo que viví, todo influye cuando estás al mando de personas y debes responder por otros”. Y lo dice con una convicción clara: “Seguridad sin respeto no sirve. El orden verdadero siempre va de la mano del respeto a la ley y a las personas”, señala.
En su vida cotidiana, Palestina sigue viva. “Eso no se pierde nunca”, afirma. “Está en la comida, en el idioma, en los saludos, en la casa, en la familia”. Abutom está casado hace más de 26 años con una mujer de origen árabe y es padre de dos hijos. “Mis hijos crecen escuchando esa historia. No como una nostalgia triste, sino como una herencia viva”.
Sin embargo, todavía hay una herida abierta que el tiempo no ha cerrado: no ha vuelto. “Llevo 35 años sin regresar. Es fuerte decirlo”, confiesa. “El día que vuelva será para cerrar ciclos, visitar a los que ya no están, reencontrarme con mi historia”, pero no imagina ese viaje solo. “Quiero volver con mi familia. No es turismo, es retornar a mi vida, a mis raíces y ese reencuentro es necesario”.
Cuando habla de Gaza, no necesita grandes palabras. “Siempre es tremendo ver sufrir a tu pueblo, aunque no tengas familia directa ahí. La guerra es un mal absoluto. Ojalá nunca más ningún niño tenga que crecer viendo morir su tierra”. Su deseo final es claro: “Que haya paz. Paz de verdad. Paz duradera”.
En enero, cuando asuma como prefecto de Aconcagua, no llegará solo un oficial superior. Llegará un hombre formado en dos tierras, dos idiomas, dos mundos. Un niño exiliado que encontró en Chile una patria y en el servicio público una forma de devolver lo recibido.

