Setecientos días de genocidio en Gaza. Setecientos días en que el tiempo se mide no por amaneceres ni atardeceres, sino por cuerpos. Setecientos días en que cada hora deja tras de sí un nuevo cementerio. Pero la historia no comenzó hace 700 días: comenzó hace 77 años, con la Nakba, la Catástrofe Palestina, cuando cientos de miles de hombres, mujeres y niños fueron expulsados de su tierra. Desde entonces, la vida palestina ha estado marcada por las mismas palabras: despojo, ocupación, colonización, muerte.
Lo que ocurre hoy no es una guerra ni un accidente de la historia. Es la consumación de un plan prolongado, paciente y brutal que busca arrancar a Palestina de la faz de la tierra. Un plan que no se esconde, que se enuncia con descaro en discursos oficiales: ministros israelíes pidiendo que Gaza desaparezca, parlamentarios clamando porque “arda y sea borrada”, generales declarando que “cincuenta palestinos deben morir por cada israelí, aunque sean niños”. La intención genocida no necesita ser descifrada: está escrita, palabra por palabra, en la voz de sus perpetradores.
Pero más que en los discursos, esa intención se revela en las historias concretas. Entre los escombros de Gaza no solo hay piedras, hay nombres. Uno de ellos es Hind Rajab. Tenía cinco años. Viajaba en un automóvil junto a su familia cuando 335 balas del ejército israelí atravesaron la carrocería y segaron cada vida dentro. Hind sobrevivió unos minutos más, lo suficiente para tomar un teléfono y suplicar: “Tengo miedo, por favor vengan a buscarme”.
Detengámonos un instante. Si fueras padre, si tu hijo pronunciara esas palabras, ¿qué frontera no cruzarías para llegar hasta él? ¿Qué montaña no moverías para arrancarle el miedo y abrazarlo? Los padres de Hind no pudieron. Sus pasos fueron detenidos por la metralla. La ambulancia que acudió en auxilio también fue destruida. Hind murió acribillada. Su ruego quedó colgado en el aire, como un eco que nos juzga a todos.
Las cifras son insoportables: más de 63 mil palestinos asesinados, decenas de miles de niños entre ellos. La ONU advierte que al menos 21 mil menores sobrevivieron con amputaciones o discapacidades permanentes. Pero las cifras no cuentan que hubo médicos operando sin anestesia hasta que la bomba alcanzó su hospital. No cuentan que hubo periodistas mostrando la verdad con una cámara como único escudo, hasta que un misil apagó su voz. No cuentan que hubo funcionarios de Naciones Unidas repartiendo pan, hasta que fueron alcanzados por la metralla. Gaza no es solo una franja sitiada, es un cementerio de inocentes, una morgue de esperanzas.
Y mientras esto ocurre a plena luz, el mundo titubea. Reconoció el genocidio rohinyá. Lo hizo incluso el Museo del Holocausto. Pero cuando se trata de Palestina, la palabra se vuelve tabú. La hipocresía internacional hiere como una segunda bala. La doble moral mata como una segunda bomba.
La Corte Internacional de Justicia ya habló: las acusaciones de genocidio contra Israel son plausibles. La Asociación Internacional de Expertos en Genocidio lo confirmó. Organizaciones israelíes de derechos humanos lo denunciaron sin ambigüedades. Y, aun así, los gobiernos guardan silencio, cómplices de un crimen que la historia no olvidará.
Hoy la pregunta que debemos hacernos no es solo por Palestina, sino por la humanidad. ¿Qué más debe pasar para llamar a las cosas por su nombre? ¿Cuántas Hind Rajab deben morir antes de que se impongan sanciones reales? ¿Cuántos cementerios debemos llenar para que la limpieza étnica se detenga?
Palestina lleva 77 años con una herida abierta, 700 días agonizando ante los ojos del mundo. Lo que muere no es solo un pueblo, es la conciencia de la humanidad.
Janna Sakalha Díaz
Directo Ejecutivo
Comunidad Palestina de Chile
